
¿De dónde sacan los poetas su inspiración?

Tal día como hoy, el 11 de noviembre de 1651, nacía en México Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, poetisa que conocemos sor Juana Inés de la Cruz.
Siempre me ha parecido que estas redondillas —tituladas Arguye de inconsecuentes el gusto y la censura de los hombres que en las mujeres acusan lo que causan— de sor Juana Inés de la Cruz son casi una toma de postura protofeminista (Octavio Paz la calificaba abiertamente de feminista), más válida aún por tratarse de ser una monja quien las escribiera.
En el aniversario de su nacimiento, quiero recordarlas aquí de nuevo, y que —como poco— sirvan de reflexión a los hombres que aún no se han enterado…
Redondillas
Hombres necios que acusáis
a la mujer, sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis;
si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?
Combatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.
Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco,
al niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.
Queréis, con presunción necia,
hallar a la que buscáis
para prentendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.
¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo
y siente que no esté claro?
Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.
Opinión, ninguna gana,
pues la que más se recata,
si no os admite, es ingrata,
y si os admite, es liviana.
Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por cruel
y a otra por fácil culpáis.
¿Pues cómo ha de estar templada
la que vuestro amor pretende?,
¿si la que es ingrata ofende,
y la que es fácil enfada?
Mas, entre el enfado y la pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos en hora buena.
Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.
¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?
¿O cuál es de más culpar,
aunque cualquiera mal haga;
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?
¿Pues, para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.
Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.
Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo.
Tal día como hoy, en el aniversario de la publicación de su poemario Hijos de la ira (1944), quiero recordar al inmenso poeta que fue Dámaso Alonso.
Que no por leído ha de ser olvidado… Pues las generaciones más jóvenes quizá no lo hayan conocido. Sirvan, pues, como pequeño homenaje dos de sus más celebrados poemas.
Insomnio
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo
en este nicho en que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar
a los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando
como el perro enfurecido, fluyendo como la leche
de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole
por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en
esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen las grandes rosas del día, las
tristes azucenas letales de tus noches?
De profundis
Si vais por la carretera del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia.
El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo,
y una ramera de solicitaciones mi alma,
no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer de amor al príncipe
sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano,
sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes,
que ya ha olvidado las palabras de amor,
y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada.
Yo soy la piltrafa que el tablajero arroja al perro del mendigo,
y el perro del mendigo arroja al muladar.
Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo de la miseria,
mi corazón se ha levantado hasta mi Dios,
y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también la podredumbre,
mírame,
Yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha,
yo soy el excremento del can sarnoso,
el zapato sin suela en el carnero del camposanto,
yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que nadie compra
y donde casi ni escarban las gallinas.
Pero te amo,
pero te amo frenéticamente.
¡Déjame, déjame fermentar en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus huertos!
Un gigante de ojos azules
amaba a una mujer pequeña,
cuyo sueño era una casita
pequeña, como para ella;
que tuviera en el frente un jardín
con temblorosas madreselvas.
El gigante amaba en gigante.
Su mano, a grandes formas hechas
mal podía construir los muros,
ni usar el timbre de la puerta
de una casita con jardín
con temblorosas madreselvas.
El gigante de ojos azules
amaba a esa mujer pequeña
que pronto se cansó, mimosa
de tan desmesurada empresa
que no concluía en un jardín
con temblorosas madreselvas.
Adiós, ojos azules, dijo.
Y con graciosa voltereta,
del brazo de un enano rico
penetró en la casa pequeña
que tenía en el frente un jardín
con temblorosas madreselvas.
El gigante comprende ahora
que amores de tanta grandeza
no caben nisiquiera muertos
en esas casas de muñecas
que en el frente tienen un jardín
con temblorosas madreselvas.
Sin saber a ciencia cierta el autor exacto del poema «A la mujer que se afeitaba y estaba hermosa» (que en algunas ocasiones es citado como «La beldad de su mentira«), es siempre atribuido a «uno de los hermanos Argensola»; bien Lupercio, bien Bartolomé.
Lo incluyo aquí por hablar del cielo azul, y particularmente por la gracia y la ironía que contiene. En todo caso: léase con calma, pues estamos ante un poema del siglo de Oro.
Yo os quiero confesar, don Juan, primero,
que aquel blanco y color de doña Elvira
no tiene de ella más, si bien se mira,
que el haberle costado su dinero.
Pero tras eso confesaros quiero
que es tanta la beldad de su mentira,
que en vano a competir con ella aspira
belleza igual de rostro verdadero.
Mas ¿qué mucho que yo perdido ande
por un engaño tal, pues que sabemos
que nos engaña así Naturaleza?
Porque ese cielo azul que todos vemos,
ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande
que no sea verdad tanta belleza!
¡Qué miedo el azul del cielo!
¡Negro!
¡Negro de día, en agosto!
¡Qué miedo!
¡Qué espanto en la siesta azul!
¡Negro!
¡Negro en las rosas y el río!
¡Qué miedo!
¡Negro, de día, en mí tierra
-¡negro!-
sobre las paredes blancas!
¡ Qué miedo!