En este sentido, el imbécil es un tipo (por lo común suelen ser varones) que se arroga de manera sistemática una serie de ventajas en las relaciones sociales totalmente convencido —aunque no tenga razón— de que está en su derecho, cosa que lo inmuniza frente a las protestas de los demás.
Es decir, que reúne estas tres condiciones:
- se permite, de manera sistemática, ventajas particulares en las relaciones sociales;
- se ve motivado por el convencimiento (firme y errado) de que tiene derecho, y
- se siente inmune a las quejas del prójimo.
Estamos hablando del tipo que se salta su turno en la oficina de correos sin necesidad de que haya una emergencia, habla a voz en grito por teléfono en un ascensor lleno de gente, cruza tres carriles seguidos para estacionar su vehículo donde podrían haber cabido dos, e insulta a quien le sirve el café porque no está como lo ha pedido. Puede ser que proceda así de manera sistemática y en diversos ámbitos de su existencia, y que se permita tales ventajas especiales porque se tiene por rico, por más inteligente que la media o por famoso. A diferencia del estúpido, que podrá ser desconsiderado por sistema pero no duda en disculparse («Lo siento: me he portado como un estúpido»), un imbécil de verdad, aquel para el que el ser imbécil es un rasgo estable de personalidad, no hallará motivo alguno que lo lleve a pedir perdón o a escuchar siquiera los reproches de los demás: vive afianzado en el convencimiento de que está en su derecho y de que, por lo tanto, puede hacer oídos sordos.
Aaron JAMES, Trump: ensayo sobre la imbecilidad (2016)