Es natural volverse a ese siglo y preguntarse por qué las cosas habían ido mal. Ni las generaciones contemporáneas ni las posteriores pudieron dejar de sentirse sorprendidas por el extraordinario y terrible contraste entre la España triunfante de Felipe II y la destrozada España heredada por Felipe V. ¿No era quizá una repetición del destino de la Roma imperial? ¿Y no podía interpretarse, para las optimistas mentes racionalistas del siglo XVIII, como una lección acerca de las desastrosas consecuencias de la ignorancia, la superstición y la indolencia? Para una época que tenía por evangelio la idea del progreso, la España que había expulsado a los moriscos y se había dejado caer en las garras de ignorantes frailes y curas, se había autocondenado al desastre ante el tribunal de la historia.
J.H. ELLIOTT: La España imperial (1963)
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