Cyrano de Bergerac, el más apasionado de los amantes

Tal día como hoy, el 6 de marzo de 1619, nacía un poeta que el mundo conocería como Cyrano de Bergerac, y cuyo nombre completo era Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac.

Aunque él mismo era poeta, ha sido gracias a otro escritor que ha pasado a la Historia. Efectivamente, fue Edmond Rostand quien le hizo protagonizar la comedia homónima, Cyrano de Bergerac (1879), y entonces el gran público conoció a Cyrano.

Más cercano a nuestros días, fue incluso llevado a la pantalla, y ello en varias ocasiones. La más conocida (y quizá la de mayor calidad) fue Cyrano de Bergerac (Jean-Paul Rappeneau, 1990), con un inolvidable Gérard Depardieu como protagonista. Si no la has visto, ¡ya estás tardando!

En el día de su nacimiento, quiero compartir contigo una de las cartas amorosas de Cyrano, catalogada por los estudiosos como «Carta XIV«. Podrás ver a las claras cómo estaba preso del apasionamiento más fiero, que tan sabiamente transmitía al papel.

 

Carta XIV

El mal que sufro por vos seguro que no es la muerte; sin embargo, siempre muero tras haberos visto. Ardo, tiemblo, mi pulso se desajusta; ¿será la fiebre? Ay, que no es el caso, pues se la define como una desproporción enfrentada de las cualidades del animal y es la perfecta armonía de nuestros temperamentos la que me ha puesto enfermo.

Cuando os veo, me parece estar contemplando lo bello, a la búsqueda de lo que la Naturaleza mueve a todos los hombres. Cuando hablasteis grité «¡Voilà!», pues he querido decirlo tantas veces que mi corazón soplaba desde las entrañas, golpeaba contra los muros de su prisión y maldecía al Cielo quien, dándole el deseo y los medios de reconocer su mitad, le negaba el poder unirse a ella después de haberla encontrado. Sin embargo, este pequeño soberano se ha contrariado de tal forma al no encontrarse en su imperio, que me rehúsa sus funciones. Para el movimiento de mis pulmones sólo toma combustible de mi hígado por miedo de enfriarse; por todas partes envía su hiel y si permanezco aún tres días más en este estado, acaso se vea mi cuerpo iluminarse en mitad de las calles. Estoy tan seco, que la menor chispa que me toque prende en mí.

Prevenid este accidente, señora, venid a él, puesto que él no puede ir a vos. ¡Ay! Es un temerario, es un Sansón que no se cuidará de morir aplastado bajo las ruinas de su palacio con tal de que terminen cayendo también sobre aquellos que le impiden abrazaros. Pensad que la Naturaleza, habiéndoos hecho capaz de herirme, os ha atado una pierna por miedo de que al huir no pudierais llevaros el remedio que me debéis; y estas heridas no son imaginarias; porque, os lo ruego, indicadme un lugar de vuestro cuerpo donde pueda fijar mi vista y del que no haya salido una flecha invisible que se me haya clavado. ¿Queda en vos un átomo de carne que no sea culpable de mi muerte? Vuestro cuerpo me parece tantas veces bello, que me semejáis un lindo erizo que deja caer sus espinas sobre los demás. Vuestra frente me halaga, vuestros ojos me prometen, vuestra boca me sonríe; pero surge como obstáculo mi mala suerte, que me impide esperar.

Oprimid, por mi amor, a este bárbaro; no disfrutéis más que un ciego y malicioso triunfo de vuestra bondad: vuestro rostro me dice «¡Sí!», esta cruel me dice «¡No!». ¿Os haría mentir, la pícara? Ella no sabría hacerlo si vos no lo quisieseis. ¡Ah! Cuán valiente sería ella y cuán feliz sería yo si este bien, que un desgraciado de la Naturaleza no sabría esperar más que del capricho de esta loca, lo recibiera de vuestras manos; porque preferiría estaros agradecido más a vos que a mi enemiga. Sin embargo, empleo mi tiempo entre las dos, ocupado en miraros unas veces a vos y otras a ella, y pido llorando que me ofrezca mejor rostro. Lo espero de vos; y a quien me pidiera una explicación no le sabría dar otra excepto la de vuestra belleza; pues no puede reconciliarse conmigo, no espero de ella sino un placer en el que la grandeza sea proporcionada a la de los disgustos que me ha dado. ¡Oh, dioses! ¡Cuán inseguro está nuestro bien, pues se encuentra entre las manos de una jovencita y de la Fortuna! Pero si la una y la otra son negligentes a la hora de curarme, me queda el recurso del médico de todos los grandes males: la Muerte. Sí, moriría; es posible que entonces mi desastre os enterneciera, que os resistierais con más dolor a los signos de la muerte que a los del amor. Y un día, cuando se os pregunte quién fui, ¿añadiríais las lágrimas que la humanidad os obligará que deis a vuestros ojos, tan sólo una pequeña emoción, a los manes de una persona que os ha querido tanto? ¡Ah! ¡Si esta dicha acompaña a mis cenizas, cuán ligeras serán las piedras de mi tumba! Que esperen bien tranquilas el día del fin del mundo. ¡Que se levanten de buen grado para ir al tribunal a rendir cuenta de mi vida! Yo, no obstante, acudiría, me quejaría de vuestra barbarie, pediría a Dios que me hiciera justicia y os condenaría a quemaros sobre la tierra, porque primero ardí yo. Sin embargo, preveníos de ello, señora: de un arresto tan riguroso. Ardamos de amor, de esta llama que es tan dulce que nadie ha muerto por ella; y si no, amadla mejor por la mano de otro que por mí, que no tengo deseo de haceros ningún mal, porque yo soy

vuesto servidor.

 

Retrato de Cyrano de Bergerac, de autor desconocido.
Retrato de Cyrano de Bergerac, de autor desconocido.

 


 


Artículo redactado para La biblioteca perdida.

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

A %d blogueros les gusta esto: